Por Vicente Adum Gilbert.
El Capaes de mi infancia era una urbanización privada poco poblada que había sido construida por Paco Cuesta entre finales de la década del setenta e inicios de la década de los ochenta en los terrenos aledaños a la curva donde la Ruta del Sol, que nacía en Santa Elena, se encontraba con el mar y giraba hacia el noreste para enrumbarse hacia Punta Blanca, Monteverde, Valdivia y todos aquellos pequeños poblados costaneros ecuatorianos que en ese entonces formaban parte de la provincia del Guayas y de los cuales el último era Las Núñez. La ciudadela, con sus casas blancas de estilo mediterráneo, sus calles adoquinadas de rojo, y su lago artificial de agua salada –en el que solíamos pescar jaibas– era una joya arquitectónica de la época (Figura #1) y un oasis de tranquilidad, interrumpida únicamente por el rítmico rugido de las olas y, ocasionalmente, por las campanillas que anunciaban la presencia de algún heladero peninsular, de esos curtidos por el sol.
La música clásica que escuchaba Patricio García, a quien sus nietos cariñosamente llamaban abuelito Pato, inundaba toda la esfera y era inadvertidamente compartida con todos los vecinos; mas cuando ésta no sonaba, en el silencio era posible escuchar, entre ola y ola, el llamado a comer de mi madre desde nuestra casa hasta la de los mellizos Cuesta, que se encontraba a unos 350 metros de distancia, en el otro extremo de la ciudadela. Los niños de diversas edades –que fluctuaban entre los 7 y los 14 años– andábamos libres por las calles de la urbanización y por los caminos y cerros aledaños, ya sea en nuestras bicicletas o simplemente a pie, y nuestro punto común de encuentro era la calle que daba al mar –donde jugábamos al ampay o las escondidas–, o la entrañable glorieta, misma que décadas después una desaprensiva directiva tendría el estúpido desacierto de demoler sin intentar su restauración, y sin considerar la importancia que ésta tenía para las familias “originales” de Capaes (Los Cuesta, los García, los Adum, los Lladó, los Herdoíza, los Oberti, los Intriago, entre otros).
A medida que transcurrían los meses de las vacaciones de 1983 o 1984, la exploración de los terrenos que estaban frente al mar, sin duda motivada por la necesidad infantil de mantenernos activos haciendo cualquier cosa, nos llevó, primero, a la búsqueda de aquella planta de la cual, según contaban los locales y de acuerdo con lo que sostenían nuestros padres, la urbanización había tomado su nombre. La encontramos con facilidad, ya que era abundante en esos terrenos. Se trataba de un arbusto espino de tallo flexible denominado capae o capay por los aborígenes, cuyas largas espinas, según me enteraría décadas después, eran utilizadas como instrumentos de medicina ancestral para reventar las pústulas de la varicela o viruela (Figura #2). Fue durante la búsqueda de esta mítica planta que notamos que estos terrenos, particularmente los del lado oeste, tenían desperdigados pequeños fragmentos que parecían haber sido parte de maceteros de barro. Pero aquello no tenía sentido: nadie en su sano juicio, salvo que tuviera un gran resentimiento contra las macetas o las plantas por ellas contenidas, habría sido capaz de convertir a estos terrenos en basureros para cientos de ellos. Al poco tiempo descubrimos algo muy curioso: cierto porcentaje de los fragmentos encontrados contenían extraños grabados y dibujos (Figura #3). Entonces supimos que lo que habíamos encontrado eran partes de cerámica indígena o piezas arqueológicas, las cuales empezamos a buscar y coleccionar ávidamente.
Poco después conocimos a los Burbano, cuya casa vacacional quedaba a espaldas de Capaes, en Ballenita. Desarrollamos una gran amistad con los niños de dicha familia, con quienes pasábamos horas construyendo castillos y represas en la playa, andando en bicicleta, jugando a las cartas, al Monopolio, Risk, Clue, o cuanto juego de mesa se nos cruzara en frente, en tiempos en que todavía nos resultaba impensable desperdiciar nuestros meses de vacaciones playeras sentados frente al televisor absorbidos por los videojuegos (la única consola popular en Ecuador en esos años era la Atari 2600). Al poco tiempo se sumó otro pasatiempo común a la lista. Los Burbano también habían notado la existencia de estos fragmentos de cerámica de los indios, y también las atesoraban. Fue así como nos revelaron que cerca de su casa, en los cortes que después de El Niño de 1982 habían quedado en las riberas del río estacional que bajaba de los cerros de Ballenita, ellos habían encontrado gran cantidad de fragmentos de cerámica.
Éramos niños jugando a ser arqueólogos, inspirados sin duda alguna por las enseñanzas de aquella maravillosa película ochentera nacida de las mentes de los inigualables George Lucas y Steven Spilberg: Indiana Jones. Armados con palas y picos, y protegidos por gorras (a falta del sombrero de Indiana) nos sentíamos dentro de nuestra propia aventura arqueológica, no en busca del arca perdida, sino de aquellos pequeños fragmentos de cerámica ancestral que la tierra, cuando era tratada correctamente, muy gentilmente nos regalaba, poniéndonos en contacto, de alguna manera, con personas que vivieron hace cientos o miles de años, de cuya existencia solamente sabíamos gracias a los conocimientos de las culturas indígenas que en nuestros respectivos colegios nos habían impartido. Luego descubrimos que las colinas de arena endurecida aledañas a la playa, el terreno donde estaba la casita de madera abandonada que quedaba sobre la colina, y las quebradas que marcaban el lindero entre Capaes y Ballenita, al llegar a la playa, donde ahora se encuentra la casa de los Olsen, también eran yacimientos arqueológicos, mismos que exploramos con gran interés. En ocasiones encontrábamos grandes fragmentos grabados, filos de ollas, o patas de vasijas (Figura #4a, 4b y 4c), pero a pesar de todos nuestros esfuerzos aficionados, no habíamos podido encontrar un ejemplar completo, una vasija entera… ese era nuestro Santo Grial. Tratábamos este asunto con toda la seriedad que nos permitía nuestra corta edad, y no andábamos con juegos mientras explorábamos. Un día, una prima de los Burbano que había llegado de visita a su casa nos acompañó junto con otros niños visitantes a buscar piezas arqueológicas. Al poco tiempo de iniciado el periplo, como era de esperarse, la niña se aburrió soberanamente y empezó a divagar. Mientras los niños experimentados estábamos ensimismados en nuestra labor de buscar y cavar, recuerdo haber escuchado a esta niña decir en voz alta “¡Mira lo que hago!”, mientras caminaba equilibrándose por el filo de la quebrada de arena endurecida. Entonces, la arena debajo de ella se desmoronó, ella resbaló y cayó hacia la quebrada, y al caer, dentro del hueco dejado por la arena suelta encontró un plato de cerámica entero, grabado y sin fisuras. Confieso que la envidia que sentí en ese momento, aunque aplacada por los años, perdura hasta el presente, ya que esa fue la única pieza completa que logramos encontrar en la que ahora denomino la zona arqueológica de Capaes, que apelando a mis recuerdos, he dejado registrada en este plano (Figura #5).
El tiempo pasó, los niños arqueólogos crecimos, y los intereses de estos años maravillosos fueron reemplazados por aquellos propios de la juventud y la temprana adultez. Sobre los terrenos que daban a la playa se construyeron hermosas casas con vista al mar y con piscinas de bordes infinitos; la quebrada entre Capaes y Ballenita fue rellenada; la casa de madera junto al cauce del arroyo, que no se doblegaba ante el paso del tiempo, fue demolida para dar lugar a un jardín que se extendió, extra linderos, sobre la colinita de arena endurecida donde nos creíamos arqueólogos, dejando nuestros recuerdos, y probablemente, una cantidad importante de piezas arqueológicas, enterrados debajo de plantas decorativas y toneladas de hormigón. Como el jardín fue extendido, además, sobre lo que los nuevos dueños del terreno deben haber asumido era tan solo un estero que se llena en tiempos de aguaje, pero que todos los que vivíamos en la zona en los ochenta sabemos que se trata en realidad del cauce seco de un río estacional, no me queda duda de que, cuando regrese El Niño, la naturaleza reclamará con furia lo que es suyo y permitirá a niños de futuras generaciones sentir la emoción y la pasión de jugar a ser arqueólogos.
A pesar de que ya no es posible encontrar el arbusto capaes en Capaes, ni tampoco a Capaes en Capaes, bien dicen que uno siempre vuelve a los lugares donde amó la vida, en ese fútil intento de encontrar aquello que se extravió de las cuentas del tiempo. En una de esas tantas vueltas, llevé a mi hija pequeña a jugar conmigo a buscar piezas de cerámica en la colina de arena endurecida en la que me gradué de arqueólogo pueril, pero ésta, cubierta ya por plantas ornamentales, solamente nos cedió un par de fragmentos comunes y corrientes, sin grabados, los cuales no tuvieron mejor uso que el de alegrar y asombrar a mi hija cuando, con la técnica de lanzamiento adecuada aprendida de mi padre, cual guijarros planos, saltaron siete veces sobre el inusualmente tranquilo mar de Capaes, bajo un atardecer de antología (Figura #6).
Guardo con orgullo hasta la actualidad la colección de fragmentos de cerámica que encontré durante la década del ochenta, la mayoría de ellas con grabados y figuras. Espero que algún arqueólogo, de aquellos de a verdad, logre en algún momento identificar a qué cultura y periodo pertenecen.
Ballenita fue un lugar de muchos recuerdos de mi infancia. Recuerdo que algo se hablaba de esos hallazgos, mi memoria guarda un breve comentario pero quedó arraigado en mi memoria. Que gran relato, gracias Chento.
PD. Los Burbano eran Esteban y Marcelo?
Gracias por tu comentario, Jaime. Los Burbano eran Andrés, Xavier y Mauricio. Estaban en el Nuevo Mundo (promo 1,2 y 4, según recuerdo).
Mi Chento, que lindo leer esto, me ha dado una mega nostalgia. Estoy que me rio solita de como jugabamos los winter y summer olimpic games en la compu en tu casa. Gracias por escribir esta historia tan linda.
Muchisimos besos y abrazos,
Glori
Hola Glori, qué chévere saber de ti y que te hayas tomado el tiempo de leer mi artículo. De esos episodios que mencionas de los juegos de la computadora Atari 1040 ST, que sucedieron más o menos en 1987 o 1988, el que más recuerdo es el de uno que se llamaba KING´S QUEST II. El juego tenía interface de texto, pero ninguno sabía hablar bien inglés (Santi, Gustavo, Daniel, tú, yo y otros). Nos quedamos trabados por horas en una parte en la que había un sacerdote arrodillado en una iglesia. No sabíamos qué hacer. Poníamos cosas tan ridículas como «Kill the monk», o «Give food to monk», pero nada servía… y así de largo, hasta que a alguien se le ocurrió escribir «Pray», y nuestro personaje se arrodilló a rezar junto al cura. Recuerdo que todos festejamos como si la selección del Ecuador le hubiera hecho un gol de chilenita al campeón mundial. Así como éste, tengo muchos y grandes recuerdos de todas esas hermosas vacaciones que pasamos con ustedes, los García, lo Burbano, los Lladó, y otros. Por cierto, todavía tengo los juegos y la computadora… y funcionan, ja ja ja.
Hermoso relato, revelador de la absoluta ineficacia del Istituto de Patrimonio, que mantiene al Ecuador en total desconocimiento de su riqueza patrimonial ancestral. Debería ser aprovechada para fortalecer la identidad cultural de los ecuatorianos.