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Paseo anacrónico por el Policentro.

Publicada el 04/07/202504/07/2025

Por Vicente Adum Gilbert.

Cuando en la actualidad me veo en la necesidad de ir al Policentro, mi cerebro pone en marcha automáticamente una efectiva y compleja máquina del tiempo.   Basta con poner un pie dentro del centro comercial para que mi mente se dedique a la tarea de sobreponer imágenes y sucesos del pasado encima de la capa de la realidad, proyectando inmediatamente en mi cara una sonrisa cómplice, propia de aquellos que se encuentran de pronto, ilusoria y fugazmente, en tiempos en que todo parecía ser más sencillo.  Este artículo será el relato de un paseo inusual, un compendio de recuerdos difusos que no necesariamente ocurrieron en la secuencia en la que los narro. Más bien, su itinerario ha sido conformado a partir de una dispersión de hechos vividos a través de las décadas del ochenta y noventa, a veces como niño y otras como adolescente, cuando el Policentro era el rey indiscutible de los centros comerciales de Guayaquil.  Sin más preámbulo, déjenme guiarlos por los pasillos del Policentro tal como era hace cuarenta o cuarenta y cinco años… cuando el futuro todavía olía a películas en Laserdisc o a computadoras con monitores a color.

Al llegar al parqueadero (Figura 1) un guardia entregaba al conductor una tarjetita de acrílico transparente y grueso, que embebía un papel de color naranja con blanco que debía ser devuelto al salir del estacionamiento.  Con el paso del tiempo, las tarjetas se empezaron a opacar y a despostillar en sus esquinas, hasta que dejaron de ser utilizadas.  El parqueadero permaneció gratuito, libre de tarjetas y tickets de control durante varias décadas, hasta que se implementó el sistema actual.

Figura 1: El Policentro fue inaugurado en julio de 1979. Esta fotografía de El Universo muestra un zona del parqueadero ubicada entre la entrada principal y el Salón del Juguete (actual Juguetón).

No entramos por la puerta principal, sino por la más popular: aquella que conducía al corredor donde se encontraba el Supermaxi.  Al abrirse, las puertas de vidrio cedieron terreno a una estrecha franja de alfombras de color café con el logotipo del centro comercial.  El peso de un flaquito de cuatro años no fue suficiente para doblegar a las fibras cortas y tupidas de estas alfombras, por lo que sentí que flotaba sobre ellas, seguramente con ayuda de mis zapatos mágicos del Hombre Araña.   La fantasía no se interrumpió ni cuando me pude ver retratado dentro del monitor blanco y negro del que, entiendo ahora, era un sistema cerrado de seguridad, pero que en ese entonces interpretaba como un atractivo más del Policentro.

A pesar de mi corta edad, me era fácil identificar la razón por la que el Supermaxi me gustaba más que El Rosado de Urdesa, y mucho más que “el mercado” o “la plaza”, lugar inmundo que, francamente, detestaba visitar. El “Súper” era mucho más limpio y ordenado, y en su interior me resultaba fácil encontrar y colocar en el carrito de compras productos como Milkibar, Inacake, Frutoni, Frescavena de fresa, Chiclets de cereza y quién sabe cuántas otras golosinas deliciosas, culpables indiscutibles de mis frecuentes caries dentales de aquellos días.  Siempre se dieron espacio para tener disponibles los cromos de los álbumes de moda, incluso tuvieron alguna vez su propio álbum de Supermaxi, y entregaban premios hasta por completar una página cualquiera del mismo.  Por este logro insignificante, mi hermano y yo ganamos un par de premios y hasta salimos en “El Universo”, lamentando, eso sí, que el premio hubiera sido una estantería cromada y no la computadora Radioshack que otros más afortunados se llevaron.

Nunca he podido olvidar el magnífico letrero del local de Claverol, almacén de instrumentos musicales.  El letrero en cuestión emulaba volumétricamente y con bastante precisión la estética de las perillas y palancas de los equipos de sonido de finales de los 70 e inicios de los 80, con aquella cromática plateada que era un auténtico deleite visual.  Recuerdo haberme sentado varias veces a tocar los pianos que exponían dentro de aquella tienda, sin que eso significara una molestia para los dependientes, acostumbrados a lidiar con muchachos ruidosos que calificaban como pianistas únicamente en su pueril imaginación.

El delicioso olor que emanaba del local e inundaba el corredor era el irresistible gancho que atraía a los comensales al negocio.  Si bien junto a la entrada había una máquina de mantecados de chocolate, fresa o vainilla, que se contorneaban hipnóticamente sobre grandes conos prefabricados, el principal atractivo del Italian Deli era, sin duda alguna, la pizza napolitana.  El carrusel continuo y el horno tradicional expuesto al público, con su portezuela metálica que dejaba asomar las brasas fragantes, eran la fuente de aquel adictivo olor a masa fina, tomate, queso y jamón, que jamás olvidaré.

La sensación a humedad y calor nos embargó al cruzar el pequeño puente de madera ubicado en el umbral de Casa Maspons el Safari, bajo el que circulaba una corriente de agua en un cause artificial fabricado con piedras bola encementadas.  Paralelamente, las carpas, cantimploras, brújulas, binoculares, cañas de pescar, linternas y lámparas petromax que se exhibían en el local apelaban directamente al espíritu aventurero y excursionista que todo niño ochentero, aspirante de Goonie, llevaba consigo.

Miro desde el interior de Casa Tosi hacia la plaza del violinista o hacia Casa Maspons, esperando que mis padres terminen de hacer la compra por la que habían entrado allí.  Puedo caminar imaginariamente entre los pasillos de cristalería -teniendo cuidado de no tumbar nada-, los maniquíes luciendo la ropa de moda y la zona apartada de venta de zapatos.   Me parece que por cierto tiempo tuvieron una sección de venta de equipos de sonido, debajo de un altillo de madera.   Pero lo que realmente disfrutaba de Casa Tosi era la cafetería del mezanine.  Nunca más en la vida volví a probar papas fritas tan buenas como las que hacían ahí.  Las acompañaban con una mayonesa distinta, deliciosa, con un tono amarillento, servidas normalmente por una morenita delgada y muy atenta cuyo nombre era Laurita.

Los discos de vinilo de Enrique y Ana, Tico-Tico, Parchís, Cepillín y otros de música infantil estaban a la venta “allá donde usted sabe”, es decir, en Almacenes de música J. D. Feraud Guzmán, un amplio local que tenía dos pisos.  Afortunadamente, además de la música infantil, mi madre compraba también música en inglés ochentera y setentera, así que fue ahí también que conseguimos discos de Michael Jackson, Madonna, Elton John y Village People, por mencionar algunos.  Pocos años después, durante la revolución del rock latino, que coincidió con el inicio de mi adolescencia, allí mismo compré mis primeros discos de Hombres G, Prisioneros, Soda Stereo, Ilegales, Ricky Luis, Clip y Right (Figura 2).  Para inicios de los 90, el CD ya se había establecido en Guayaquil como el formato predominante para la venta de música, así que el almacén de J. D. y los discos de vinilo de Fediscos e Ifesa dejaron de ser relevantes para el mercado.  Poco después el local fue cerrado.

Figura 2: El grupo Right en concierto el 25 de julio de 1987 en las escaleras de la pileta central, con motivo de la conmemoración del octavo aniversario de inauguración del Policentro. Nótese la P del Local de Pierre Cardin en el fondo. Fuente: Instagram del grupo Right.

En una de las esquinas de la denominada Vía Romática (los pasillos del Policentro tenían nombres) había un local de insumos de jardinería al que no recuerdo haber entrado jamás, ni por curiosidad:  el desagradable olor a pesticida que emanaba del interior, y que felizmente no se extendía más allá de unos metros desde la entrada, me mantenía suficientemente alejado. Aun así, era inevitable pasar cerca cada vez que uno se dirigía a los cines ubicados al final del corredor.  Al doblar la esquina, podía verse al fondo las anchas escaleras que conducían a los recordados Policine 1 y Policine 2 (Figura 3), mismos que dieron la bendición en Guayaquil al matrimonio entre cines y centros comerciales que perdura hasta la actualidad.   No tengo registro ni memoria de cuántos éxitos cinematográficos ochenteros habré ido a ver en los Policines, primero con mis padres y luego con mis compañeros de colegio.  Lo que sí tengo claro es que en el intermedio entre las dos funciones del denominado “cine continuo” salíamos a hacer vida social con el pretexto de comprar en el bar que se encontraba entre los dos cines, y aquellos que eran hábiles, solían colarse a ver la segunda película en el Policine contiguo.  Al salir de la función era común entrar al local de Hallmark para comprar la respectiva tarjetita plástica con mensajes cursis y figuras de gatitos u ositos para regalar a la amiguita de turno o, mucho mejor, para comprar alguna de las infaltables “bromas” para molestar a tus amigos, como los “pedos chinos”, la caja de chicles que te aplastaba el dedo a manera de ratonera, el dispositivo que te electrocutaba la mano, entre muchas otras.

Figura 3: El interior de uno de los recordados Policines, probablemente en la década del ochenta. Fuente fotográfica: Facebook de La Memoria de Guayaquil.

Mi madre me llevaba de la mano al acercarnos a la pileta central (Figura 4), mientras de su centro brotaba un enorme chorro que se elevaba junto a las escaleras y pasarelas que llevaban al siempre desolado segundo piso.  Corrí hacia el borde de la pileta y me senté, inclinándome y estirándome para tratar de tocar el agua.  Cuando por fin lo conseguí, ella me lo impidió, diciéndome que esa agua era sucia.  Debe haber tenido razón, porque el fuerte olor a cloro que despedía la misma y con el que, supongo, pretendían desinfectarla, jamás se borró de mi memoria.  Estoy seguro de haber hecho el berrinche necesario para que me llevaran a comer papas fritas al Poliburger, que es lo único que recuerdo del segundo piso, pero no fue efectivo. Supongo que a ella no le gustaba el Poli por alguna razón, o no quería perder su tiempo (o dinero) ahí.  Luego de este intento fallido, bordeamos la pileta, y mi atención se desvió hacia el recubrimiento rugoso color beige de las paredes externas de la agencia del Banco del Pacífico.  Eran como cristales pequeñísimos y piedritas empastados y enlucidos cuidadosamente sobre la pared.  Tenía la impresión de que, si presionaba mis dedos contra ella mientras avanzaba, estos se desgastarían como un lápiz sobre papel lija.   Y ahí estaba, aquella maravillosa novedad de la tecnología bancaria de la época:  el cajero automático.  Esperé a que insertaran en él esa tarjeta plástica celeste con negro que tenía el logotipo del “Banco banco”.  Veía absorto esa pantalla diminuta con fondo negro en la que aparecían filas de asteriscos y montones de números amarillos, mientras me hacían aplastar los botones apropiados en el teclado que “creaban” billetes de sucres sin necesidad de hacer la larga cola dentro de la agencia.   Al salir de la zona del cajero automático, pude ver hacia el otro lado de la pileta algo impresionante.  Era la decoración externa de la vitrina del almacén de Pierre Cardin.  La inmensa y contorneada letra P del logotipo fabricada en madera formaba, a los ojos de cualquier niño, una irresistible resbaladera que, sin dudar, era más segura que aquellas de los parques y kínderes de la época, a las que el uso y la falta de mantenimiento habían convertido en auténticas máquinas para rebanar jamón.

Figura 4: La pileta central y las escaleras originales del Policentro. La fotografía fue tomada desde el corredor de la entrada principal, probablemente a inicios de la década de 1980. Nótese el logotipo en la agencia del Banco del Pacífico, atrás. Desde el año 2010 en este punto funciona una pequeña plaza de comidas con una cafetería y un local de comida japonesa. Fuente fotográfica: Facebook de La Memoria de Guayaquil.

Cuando se acercaba el cumpleaños de alguno de los niños de la familia, el almacén de Fantasías del Conquistador se convertía en un destino fijo, local donde mi madre se detenía a buscar cosas para la matinée correspondiente.  Al salir de ahí sentía lástima por el poco visitado local del Taller Guayasamín que se encontraba en un local esquinero diagonal a el Conquistador. La decoración externa del local se asemejaba a las construcciones coloniales de la sierra y, tras las vitrinas, exhibieron durante años unas esculturas doradas de cabezas o caras, diseñadas por el célebre artista ecuatoriano, cuyas copias pude ver poco después decorando la casa de los padres de diversos amigos.   En el corredor que iniciaba en este local se encontraban, entre otros locales, el almacén de trajes y ternos de los Paulson y la librería Compte, donde Don Florencio Compte Andrade, sabio y generoso con su conocimiento, vendía, además de libros, estampillas y accesorios para coleccionistas experimentados y novatos, como yo.  Habrá sido durante la segunda mitad de la década del ochenta que en uno de los locales que estaba al final de ese corredor se abrió una tienda en la que vendían juegos de Nintendo (del primer Nintendo NES), que con mi hermano visitábamos ávidamente, como buscándonos ese regalo perfecto para la siguiente ocasión, ya sea cumpleaños o Navidad.

A mediados de los ochenta la cafetería El Dólar no se había convertido todavía en el punto de reunión ideal para jubilados que eventualmente sería.  El Banco de Descuento, que estaba frente a El Dólar, al otro lado de la plaza intermedia, dejó de estar ahí un día.  Cuando pregunté qué había pasado simplemente me supieron explicar que el banco había quebrado; hoy se encuentra ahí una Pharmacy’s.  El que sigue estando ahí, desafiando a los tiempos y los cambios en la moda es el sempiterno local en el que venden jeans, inicialmente de la marca Imán, y ahora Lee.  Pero había una vitrina especial en esta zona del Policentro por la que todos los niños nos sentíamos atraídos, era la de Pierrot, una juguetería de especialidades, sobre cuya entrada había un trapecio en el cual, cuando funcionaba, un arlequín espigado daba llamativas volteretas mecanizadas.  Fue en este local que a muchos niños afortunados nos compraron nuestros juguetes plásticos de Mazinger Z (Figura 5) que, aunque no se parecieran tanto a los de la celebérrima serie animada japonesa, eran los únicos de su tipo en todo Guayaquil.  En la actualidad, los coleccionistas de juguetes a nivel mundial pagan valores sorprendentes por estos mismos robots “chinos”. 

Figura 5: Anuncio de periódico de Pierrot publicado en 1982 promocionando los famosos robots Mazzinger Z (con doble Z por Copyright) y sus enemigos. Fuente de imagen: Facebook de La Memoria de Guayaquil.

Dentro de De Pratti había una fuerza hipnótica especial:  uno sentía que flotaba entre las estanterías de ropa y los maniquíes inmóviles, conducido por la música ambiental que, sin dudarlo, estaba diseñada para inspirar tranquilidad e inducir a la compra.   De este trance solamente era posible escapar cuando la dichosa musiquilla era interrumpida por los dos tonos descendentes del timbre que antecedía a cualquier anuncio interno, en los que una voz femenina transmitía mensajes del tipo “Señor Fulano de Tal, acérquese al mostrador”.  Habiendo pasado tanto tiempo, ya no me es posible discernir si De Pratti es ancla del Policentro o viceversa, más aún al considerar que De Pratti terminó “colonizando” el antiguo local de su eterno competidor, Casa Tosi.

Caminando por la antigua Vía de los Cristales siento una súbita necesidad de comprar rapidógrafos Rotring, Liquid Paper en frasco y láminas de los patriotas en Polipalpel, en tiempos en los que sí vendían de todo, detrás de un mostrador junto al que también sacaban fotocopias o xeroxcopias, como en toda papelería respetable de la época.  Muy cerca estaban el Polichinela y el Tiky, donde vendían cosas para bebés y ropa de mujer, respectivamente.   Alguna vez hubo una hermosa tienda de vinos en el local contiguo a la salida y, frente a este, una tienda de mascotas llamada Zoo Shop –si no recuerdo mal- en la que comprábamos peces para nuestro acuario doméstico.  En esta tienda el detalle particular era que utilizaban antiguas botellas de vidrio de leche Indulac a manera de reservorios de agua para los bebederos individuales de los perritos que estaban en las vitrinas.   Diría que las botellas estuvieron ahí hasta bien entrado el siglo XXI.

Si bien sé que en su interior ya no podré encontrar más al Halcón Milenario, al Bronco de Tonka, al castillo de Grayskull, ni a los G.I. Joe, todavía experimento cierta emoción al atravesar el portal externo que conduce al Salón del Juguete (Figura 6), al que quién sabe por qué genialidad del marketing noventero le cambiaron el nombre por el insípido Juguetón.  Durante un tiempo considerable tuvieron un gigantesco robot plateado parado junto a la puerta lateral, robot al que yo vinculaba irremediablemente con el tema del comercial televisivo que decía “…el espacio sideral, un robot con corazón, una nave que dispara lucecitas de color […] Gran Salón del Juguete, en órbita”.  De la misma manera, pero en otra época, tuvieron en el amplio interior del establecimiento (Figura 7) unos muñecos animatrónicos que simulaban los movimientos de una banda musical, a la que denominaban el Country Muppet Club, geniales en aquellos tiempos, pero que en la actualidad serían considerados material para guiones de películas de terror.  Por alguna razón, siempre había un carro tipo Trooper o jeep parqueado afuera de este establecimiento, que, según mis asociaciones mentales de niño, pertenecía a la señora delgada y alta que administraba el local.

Figura 6: Fotograma de los exteriores de el Salón del Juguete, circa 1984. Fuente: Youtube de Cronóstatos.

Una barra automática me detiene al tratar de salir del parqueadero, recordándome que primero debo pasar mi ticket frente al lector de código QR para poder seguir.  Me hago a la idea de estar devolviendo al guardia aquella antigua tarjeta acrílica de color naranja con el logo del Policentro.  El moderno sistema levanta la barra de seguridad disolviendo el velo ilusorio del pasado, devolviéndome así, súbitamente, al presente y a la realidad…

Figura 7: Fotograma del interior del Salón del Juguete, circa 1984. Nótese que en esta época el almacén no tenía mezanine. Fuente: Youtube de Cronóstatos.

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