Por Vicente Adum Gilbert.
Cuando íbamos a pasar la noche a su casa de la ciudadela Kennedy, mi abuela, Piedad Rodríguez Icaza, solía cantarnos canciones para arrullarnos cuando llegaba la hora de dormir, no sin antes haber visto -si era viernes- el programa de Polo Baquerizo, Haga negocios conmigo, que transmitía Telecentro en horarios considerados prohibitivos para los niños de ese entonces, pero que la abuela, cariñosa e indulgente, nos permitía ver en su televisor a color de perillas, del que uno mismo tenía que hacer el rol del control remoto. A la mañana siguiente despertábamos escuchando algún programa radial en el que las noticias se leían sin fondo musical ni efectos de sonido, y en el que la publicidad era voceada por los mismos locutores; para luego ir a desayunar las delicias que la abuela preparaba, acompañadas siempre por una taza de leche hervida con hierba luisa recogida de la mata que tenía en su patio.
Fue así como, a inicios de los años ochenta, aprendí las más diversas melodías que, incluso para mis poco experimentados oídos de dichos años, era claro que no correspondían al período en el que me tocó vivir mi niñez, y que evocaban inexorablemente épocas pretéritas, de aquellas que siempre fueron mejores. Durante décadas, logré mantener en mi memoria muchas de estas melodías que conocía únicamente por la interpretación a cappella de mi abuela, ya que nunca había yo escuchado grabación alguna de las mismas, y de muchas de las cuales, incluso en la actualidad, desconozco su origen, historia, autores o compositores.
A pesar de ser consciente de que escuchar las grabaciones originales de estas canciones desvanecería inevitablemente el recuerdo de la interpretación de mi abuela, me propuse encontrar las mismas para satisfacer mi curiosidad, un poco impulsado también por un extraordinario hallazgo en un lugar inesperado: cuando mi abuela murió en octubre de 2011 yo conservé el cajón principal de su cómoda, y no me refiero solo a su contenido, sino literalmente al cajón entero, con madera y todo. Dentro de este cajón había múltiples recuerdos personales como fotografías, cartas, negativos, souvenirs, y curiosamente, varios casetes de audio, discos compactos y discos de vinilo de 45 RPM. Mi emoción fue grande cuando, entre los pequeños discos de vinilo, encontré uno en cuyo rótulo estaba el nombre de una de las canciones, tal vez la más emblemática, aquella que tantas veces repitió hasta conseguir -sin proponérselo- que su melodía se impregnara en la memoria de su primera tanda de nietos.
El disco en cuestión (Figura 1), editado por Ifesa bajo licencia de RCA Victor, contenía en uno de sus lados la canción «El Televisor», obra compuesta por Isidro Nogueras (pseudónimo de Federico Moreno Torroba) e interpretada por la argentina Eladia Blázquez. Al poco tiempo logré conseguir un tocadiscos que me permitió confirmar que, en efecto, se trataba de la canción que mi abuela nos cantaba, que resultó ser una especie de rumba flamenca o jaleo, cuya letra, probablemente escrita a finales de los años 50, relataba de manera divertida las desventuras de una ama casa después de instalar un televisor en su comedor, con seguridad el primero de su barrio, ya que la presencia del novedoso aparatito convertiría su casa en el punto de encuentro y reunión de la vecindad entera, con las consecuentes situaciones cómicas, enredos y «peloteras» que esto generaba.
La canción inicia de esta manera: «Me tocó un televisor en la Radio Nacional. Lo planté en el comedor, en el sitio principal. Al momento empezaron las carreras, sube que baja, baja que sube las escaleras; ¡y la vecindad! Y llega la Inés, bom, bom, con sus dos mellizos, ¡ay, que son de caba… de caballería! Y Pepe, el gordo, mascando chicle, ¡qué porquería!, pa’ después pegarlo tranquilamente sobre el sofá. ¡Ay, ésta mi casa que es un horror desde que tengo el televisor!»
Al margen de la jocosidad con la que se aborda el tema, la letra de esta canción es, en mi opinión, un verdadero testimonio sociológico que permitirá a historiadores estudiar el impacto que tuvo la aparición e introducción de la televisión en las sociedades hispanoparlantes. Como la televisión llegó a Guayaquil en 1959, es decir, cuando mis padres eran niños, yo había escuchado de boca de ellos relatos similares a los descritos en la canción, en el sentido de que la casa de la familia que adquiría el primer televisor del barrio se convertía en la atracción principal de los vecinos y en el punto de reunión obligado.
Como nunca pude encontrar la versión de Eladia Blázquez en ninguna plataforma digital, decidí digitalizar, filtrar y remasterizar el contenido del disco de vinilo que encontré en el cajón de mi abuela, trabajo que realicé con la ayuda de mi amigo Antonio Vergara del estudio de grabación Oasis, y cuyo resultado comparto a continuación.
Posteriormente me enteré de que la versión original de la canción El Televisor fue interpretada y grabada por Lola Flores, la celebérrima cantante de origen español, y que dicha versión sí estaba disponible en Youtube y otras plataformas digitales.
Mientras redactaba este artículo, mi hija de diez años se sentó junto a mí para preguntarme qué estaba escribiendo. Al responderle le puse una sección de la canción, específicamente la primera estrofa y el coro, luego de lo cual la pausé. Inmediatamente me increpó: «¿Y dónde está la parte que tú siempre me cantabas, o te la inventaste?». Debo aceptar que me sorprendí gratamente de esta pregunta, porque a pesar de que cuando ella era pequeña se la cantaba a la hora de dormir, como una manera de honrar la memoria de mi abuela, no sabía que mis intenciones habían resultado efectivas. Se refería a la tercera estrofa, la que contiene la que siempre me pareció la sección más divertida y memorable de la canción:
«Si el programa no le agrada y no es bonito, le entra a to’ el mundo, le entra de pronto tal apetito… que quieren comer. Y llega la Inés, ¡ay, ay!, con sus dos pimpollos, ¡ay!, pidiendo pollo, con mayonesa. Y los niñetes se echan las salsas por la cabeza, y hasta se meten por las narices el tenedor».
De pronto, me di cuenta de que me había convertido transmisor de una tradición que había iniciado mi abuela. Espero, en lo que resta de mi vida, saber cultivar las virtudes de ella para hacerme merecedor del agradecimiento y grato recuerdo de mis descendientes… y que alguno de ellos se interese en conservar con cariño las cosas que queden en mi cajón cuando ya no esté.
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Que bonita anécdota Chento! Me hiciste acordar de mi abuela y mi tía abuela que me cantaban y enseñaron trabalenguas, que aún recuerdo y canté a mis hijos. Gracias por tus letras!
Jaime
Me puso a pensar, que uno sin querer va dejando huellas en los hijos o sobrinos. Personalmente me encanta leer, y el otro día mi sobrina de 17 años, a quien muy poco veo, sorpresivamente me preguntó, si aún tenía los cuentos que solía contarle cuando ella, siendo aun muy pequeña visitaba mi casa. La verdad pensé que lo había olvidado, pero me llena de gusto, que esos fueron su primer acercamiento a los libros, hoy ella en su corta edad, es una asidua lector.
Que bello recordar a los abuelitos. Yo me acorde de mi abuelita también con sus dichos y frases únicas que sacaban la sonrisa y también me daban enseñanzas . Hoy en día. Se las digo también a los hijos. Y mi abuelito que aún lo tengo con vida es una enciclopedia. El también me cuenta cómo era Guayaquil y es impresionante que a sus 94 años de edad está lucido en su memoria.
Que vivan nuestros abuelitos.
Que bello recordar a los abuelitos. Yo me acorde de mi abuelita también con sus dichos y frases únicas que sacaban la sonrisa y también me daban enseñanzas . Hoy en día se las digo también a mis hijos. Y mi abuelito que aún lo tengo con vida es una enciclopedia. El también me cuenta cómo era Guayaquil y es impresionante que a sus 94 años de edad está lucido en su memoria.
Que vivan nuestros abuelitos.
Siempre las enseñanzas de los abuelos vivirán en nuestra mente y corazón, y de manera natural la transmitiremos a nuestros hijos y ellos la guardarán porque sentirán el amor más puro que le damos y que es la continuación del amor que recibimos de los abuelos
Qué hermoso esto.
Mi papá blasteaba Santana, la Fania y todo el easy listening que existía. Así me quedaba dormida.
Cuando empiezo a cantar «Hasta Mañana Monsieur», de Sparks, mi hijo sabe que ya es hora de ir a dormir.
Sobre la televisión debo indicar lo siguiente. Mi mamá me contaba que en Zapotal donde nació y se crió, allá por 1970, una vecina que tenía TV cobraba 1 sucre por dejarles ver los días sábados «La Discoteca de Pepe Parra» en el canal 10. Me imagino como era eso hace medio siglo.
¡Qué buena anécdota!