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Imagen generada por IA de El loco de Barcelona.

Personajes anónimos de la URDESA de los ochenta y noventa.

Publicada el 31/05/202531/05/2025

Por Vicente Adum Gilbert

La relación entre un individuo y el barrio en el que habita o habitó es, inherentemente, una experiencia personalísima que, no obstante, forma intersecciones con las de otros residentes o visitantes de una misma zona urbana en una determinada época.  Elementos estéticos, arquitectónicos, publicitarios, ornamentales, tecnológicos, comerciales o climáticos integran ese conjunto de recuerdos y sensaciones difusas que tienen la sinergia de evocar lugares y momentos que ya no están ni son.   Los personajes como los que han motivado este artículo son también parte de dichos elementos, pero dado su intrínseco anonimato o su movilidad, probablemente sean pocos aquellos lectores que los recuerden o identifiquen con las mismas denominaciones que yo, ya que al final de cuentas, este relato proviene de esa experiencia personal, única, a la que hice referencia al principio de este párrafo, que no necesariamente coincidirá con la de otros.  En el pasado escribí un extenso y nostálgico artículo denominado El Mudito de las Lomas de Urdesa, en el que me explayé sobre dicho personaje.  Ahora le toca el turno a otras figuras anónimas sobre las que he querido escribir antes de que el tiempo las termine de disolver.

El loco de Barcelona.

El loco de Barcelona era un tipo que deambulaba a trancos largos y acelerados por las calles de la Urdesa de los 80 y 90, siempre vociferando algo, en una especie de eterna y agitada discusión con un interlocutor que solo existía en su cabeza. Vestía zapatos Kit, otrora “quesos”, a los que el uso y el abuso les habían conferido una tintura grisácea oscura; polines deportivos chillones hasta debajo de la rodilla y un pantalón -usualmente de color caqui o café- remangado hasta la misma altura.  La camiseta de cualquier equipo de fútbol (profesional o barrial) desgastada y holgadísima y una gorra colocada al revés eran complementados por su característico saco o costal que, sobre su espalda, colgaba desde uno de sus hombros, firmemente agarrado con una mano.  Solo Dios sabe con certeza qué contenía dicho saco, pero intuyo que se trataba de cosas que recogía en la calle para luego vender, cosas que solo él consideraba útiles.   Entre los chicos de la época se había corrido la voz –y era cierto- de que, si al pasar uno le gritaba efusivamente “¡Viva Barcelona!”, el loco se volteaba, interrumpiendo cualquier febril labor en la que se encontrase, para proferir insultos desproporcionados a quien quiera que hubiera emitido dicha frase, de ahí su paradójico sobrenombre, paradójico porque que se puede deducir por su proceder que el individuo no era realmente barcelonista.

Una vez lo vi caminando sobre el puente de Urdesa, aquel que conduce desde los bajos de Las Lomas al Policentro.  Iba agitando el brazo que tenía libre, en un acalorado monólogo con su enemigo imaginario. Desde el asiento de atrás de la Station Wagon de mi familia alcancé a escuchar que el loco exclamaba “¡Cómo se les ocurre mojar el césped cuando va a jugar Nacional!”.  Dentro de la limitadísima experiencia futbolera que tenía a mis 9 años, tales palabras me sonaron completamente incoherentes.  ¡Qué iba a saber yo sobre canchas de césped rápidas, si apenas había jugado en las canchas de cemento del barrio y del colegio!  Años después, analizando retrospectivamente dicha frase, concluí que el loco de Barcelona tal vez no estaba tan loco, al menos no en cuestiones futbolísticas.  

Imagen generada por IA de El loco de Barcelona.
Figura #1: El loco de Barcelona según la inteligencia artificial. Imagen generada a partir de la descripción provista en este artículo. La similitud con el personaje real es impresionante.

Los Niños del Burger.

Parte de la experiencia dominical de los urdesinos era asistir a misa en la Iglesia Redonda, misma que, con algunos cambios estéticos, se mantiene firme en el mismo lugar que ha ocupado desde su construcción a mediados del siglo XX.  Una vez terminada la ceremonia eclesiástica era usual ir a comer en familia o con amigos cualquier cosa, ya fuera en el Donut House cercano, o en alguno de los locales que quedaban cruzando la calle Víctor Emilio Estrada, entre los que se encontraban el Figallos y el Burger King (sí, en el mismo local que en la actualidad). Con cierta frecuencia la elección de niños y jóvenes prevalecía y terminaba favoreciendo al Burger King, en una década en la que el McDonald’s brillaba por su ausencia en Guayaquil.  El pedido usual incluía un Whopper, papas fritas, cola y un pie de manzana como postre, mismo que venía dentro de un recipiente de cartulina, el cual, a pesar de la advertencia impresa en letras rojas que decía “CAUTION HOT”, destrozó en múltiples ocasiones los paladares de comensales impacientes.  Había en el interior de este local, junto a la entrada principal, una barra con asientos que estaba colocada bajo una ventana que miraba hacia la iglesia, ventana que separaba el interior climatizado y confortable del caluroso bochorno de esta ciudad.  La gente evitaba a toda costa ocupar la mencionada barra, y solo se sentaban ahí cuando todas las otras mesas estaban ocupadas, porque la inevitable experiencia que proseguía era tan incómoda como conmovedora:   mientras desde el interior el cómodo comensal abría el envoltorio de su hamburguesa y metía el sorbete en la tapa del vaso de cola, en el exterior se apostaba una multitud de niños de diversos orígenes étnicos y, notoriamente, de escasos recursos económicos.  Cuando el individuo en cuestión se aprestaba a dar su primer mordisco, los niños que estaban en el exterior pegaban sus caras y sus manos a la ventana, siguiendo lánguida y atentamente con sus ojos cada uno de los movimientos de la hamburguesa o de las papas.   Si bien había un vidrio que separaba estas realidades, la distancia efectiva entre las caras no superaba los 30 o 35 centímetros, y si el cliente intentaba desviar su mirada para escapar de tan lamentable situación, con seguridad se encontraría con la imagen de la iglesia, que le recordaría que su deber como buen cristiano sería ceder su alimento a los necesitados, cosa que ineludiblemente terminaba sucediendo.  Eventualmente, los niños del Burger empezaron a utilizar esta táctica para incomodar a los clientes del Burger y obtener de esa manera un plato de comida, por lo que supongo que, más temprano que tarde, algún administrador del local habrá terminado ahuyentándolos del lugar, lo que no impidió que se convirtieran en personajes célebres del Urdesa de los 80.

Figura #2: «Cuando el individuo en cuestión se aprestaba a dar su primer mordisco, los niños que estaban en el exterior pegaban sus caras y sus manos a la ventana, siguiendo lánguida y atentamente con sus ojos cada uno de los movimientos de la hamburguesa o de las papas».

El chico Milkyway.

Se hacía llamar a sí mismo “Boy Milkyway”, lo que en su particular acento sonaba más bien a “Bon Miquigüey”.   El chico Milkyway era un señor que recorría la ciudad con un pequeño cajón de madera colgado del cuello y apoyado en el vientre, vendiendo chicles, caramelos, cigarrillos, Manicrís y barras de chocolate como el recordado Milkibar o el MilkyWay, entre otros productos.  El tipo estaba siempre apostado afuera de cuanto evento social había en Urdesa:  conciertos, kermeses, fiestas organizadas, misas, e incluso ciertas fiestas particulares. Entre semana era posible toparse con él afuera de la Parrilla del Ñato o de la Clínica Kennedy.  Se llevaba muy bien y conocía por su nombre propio a la mayoría de los muchachos que farreaban en la Víctor Emilio, quienes opinaban que él era “buen dato, pero muy cargoso”.  Años después me enteré de que, según las malas lenguas, el chico Milkyway también vendía cierto tipo de sustancias afuera de las discotecas noventeras, sin embargo, esto no es algo que me conste ni que pueda asegurar.

Mientras escribía este artículo me tope con un video de José Delgado, quien en 2020 entrevistó a un chico MilkyWay que por aquel entonces ya tenía 65 años, para su programa En Carne Propia de Canal Uno.   De esta entrevista quedaron inmortalizadas las jocosas frases “Soy un peluche… un cachorro” y “…Pobre, pero bien relacionado”, mismas que pueden ser encontradas con facilidad en Tik-Tok o Youtube.

Medardo, el frutero.

El anonimato de los personajes barriales no reside únicamente en el desconocimiento de su nombre, sino también en el de su historia, orígenes o motivaciones.   Por ello, Medardo, el frutero de las Lomas de Urdesa, califica dentro de este grupo de personajes. Siempre conocí su nombre, quizá porque su puesto de frutas estaba ubicado muy cerca de donde mi familia vivía en los ochenta: la intersección entre las calles Olmos y Avilés (actualmente denominadas Francisco Huerta y Leonor Santana de Pazos, respectivamente), en la esquina de las canchas del comité de las Lomas de Urdesa. No sé en qué momento habrá llegado a Guayaquil o a Urdesa; hay quienes sostienen que a finales de los sesenta; pero lo que personalmente puedo asegurar es que en las Lomas de Urdesa apareció a mediados de los 80.   Al principio solo vendía legumbres en una de esas carretillas tipo triciclo que era la norma para los vendedores ambulantes de la época.  Siempre se caracterizó por su alegría, buen ánimo y espíritu de servicio.  Era amigo de todos los niños del barrio, a quienes con frecuencia regalaba alguna fruta cuando se ponían a conversar con él después de algún peloteo.   Con el paso del tiempo se ganó el aprecio y fidelidad de las señoras del barrio y, por ende, su negocio creció y se amplió, siempre con base en la dedicación y el servicio.

Suelo pasar con frecuencia por las Lomas de Urdesa entre semana, cuando el apuro de las actividades diarias me impide detenerme a recopilar recuerdos para mi colección.   Hace quizá unos 3 o 4 años, mientras atravesaba las lomas a manera de atajo, el tráfico de la calle Olmos me jugó una mala pasada y me detuvo en la intersección de mi infancia y adolescencia.  Giré la cabeza y vi a Medardo parado junto a su remodelado puesto de frutas, a pocos metros de mi carro.  Bajé la ventana y lo llamé.  Se sorprendió un poco de que lo llamara Medardo y no Julito, nombre con el que es conocido en la actualidad.  Cuando se acercó me preguntó atentamente que en qué me podía ayudar.  “En nada”, le dije, “Solo quería saludarte. Soy Vicente Adum… Chentito”.   Le tomó un breve momento reconciliar los recuerdos de mi nombre con mi apariencia actual, pero cuando lo consiguió, su emoción se manifestó en un gesto de inmensa alegría que casi inmediatamente se transfiguró en uno de indescriptible nostalgia y resignación ante el inexorable paso del tiempo.  Conversamos por un instante más, comentamos sobre nuestros devenires, nos transportamos brevemente a décadas pasadas… hasta que el tráfico delante de mí cedió y los pitidos insistentes de los carros de atrás me obligaron a avanzar.  Aquellos conductores apresurados me regresaron al siglo XXI, y me recordaron que la vida prosigue y fluye sin esperar.  En un abrir y cerrar de ojos habían pasado más de treinta años.

Ahí sigue Medardo, en la esquina de Olmos y Avilés, trabajando incansablemente, con el buen humor y la generosidad de siempre.

El loquito vigilante.

Lo veía en la calle Bálsamos, siempre cuidando y limpiando carros afuera de La Carbonara, recordado restaurante en el que coincidieron los talentos de los italianos Enrico Cardelli y Mauro Balestra.  Con camiseta -o sin ella-, corte de cadete, siempre con un trapo al hombro, y, si la memoria no me traiciona, con un silbato de árbitro de fútbol, hacía ademanes exagerados con los brazos con los que pretendía dirigir el tráfico, aunque la mayoría de los conductores hiciese caso omiso de sus aplomadas indicaciones.  Su proceder me parecía jocoso; mi mente infantil de ese entonces no me permitía ver más allá.  ¿Qué lo habría llevado a tal estado? ¿abandono? ¿adicciones? ¿falta de amor?

No sé si por costumbre o por lealtad, cuando Mauro abrió su nuevo restaurante en Urdesa, el “vigilante” lo siguió.  Me sorprendió gratamente verlo ahí, décadas después, cuando visité por primera vez Benvenuti da Mauro.  Con un uniforme apropiado y una sonrisa, nos indicó dónde parquearnos y nos condujo amablemente hasta la puerta del restaurante.  Muy alejado ya de su atropellada gestualidad del pasado, reavivó en mí esa convicción de que la gente con ganas puede superar las adversidades, por difíciles que estas sean.  

Pajarito

La cantidad de jóvenes y niños ciclistas de Urdesa era grande.   No todos nos conocíamos, porque, a pesar de todo, Urdesa ya era un barrio grande y muy poblado en los 80.  Sin embargo, había un lugar que todo aquel que tenía una “chiva” BMX, montañera, de freestyle o de paseo conocía:   el puesto de reparación de bicicletas de Pajarito.  Nunca nadie me explicó oficialmente la razón de su apodo, pero tampoco fue necesaria:  había en el rostro del menudo y joven individuo una inevitable reminiscencia aviar.  Algunos urdesinos mayores afirmaban que tanto su oficio como su apodo los habría heredado de su padre, de quien se dice estaba en el negocio desde finales de los 60.

El puesto de Pajarito estaba ubicado en la calle Primera, intersección con Higueras.  Lo recuerdo inicialmente en un terreno vacío esquinero que había ahí, y luego, cuando este fue cercado, en un pequeño espacio entre la vereda y las rocas del cerro, a pocos metros del Club de Leones. Unas lonas templadas con palos o fierros proveían la protección contra el sol necesaria para desempeñar la labor de técnico especializado en reparación de bicicletas.   Siempre fue generoso con sus conocimientos: de él aprendí cómo cambiar y ajustar adecuadamente las canastillas del trinche de mi querida Redline, compañera infatigable de mi adolescencia. 

Pajarito se hizo acreedor del aprecio y grata recordación de quienes fueron sus clientes, prueba de aquello son los múltiples testimonios que han quedado colgados en redes sociales.  Fue por uno de esos posts que me enteré mientras escribía estas líneas que, a finales de octubre de 2023, el célebre Pajarito había dejado de existir.  En aquel sencillo obituario informal en Tweeter no se hacía mención a su nombre, sino simplemente al apodo y al oficio que lo identificaron siempre.

Otros personajes

Soy consciente de que existieron múltiples personajes anónimos en Urdesa en los ochenta y noventa, tantos, que sería posible escribir un pequeño libro sobre ellos.  Urdesinos con mejor memoria talvez podrían recordar a otros seres errantes como el viejo afilador de cuchillos, el manco del semáforo, el gordo de los juguetes de balsa, en fin, gente común que buscaba una manera honesta de sobrevivir en este mundo de mierda. Invito a todos aquellos que tengan estos recuerdos o vivencias a que los escriban en la sección de comentarios de esta página, para que así puedan ayudarme a remar en contra de la corriente del olvido.

2 comentarios en «Personajes anónimos de la URDESA de los ochenta y noventa.»

  1. Diego dice:
    01/06/2025 a las 1:19 PM

    Tengo vídeos de muchos de esos personajes

    Responder
    1. Vicente Adum Gilbert dice:
      01/06/2025 a las 1:44 PM

      ¡Qué Chévere! Publícalos en algún momento. ¿Tienes video del loco de Barcelona?

      Responder

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